domingo, 6 de septiembre de 2015
La fe mueve montañas y nos hace ver la justicia divina
Nuestro Dios vendrá y nos salvará (Mc 7,31-37) El Evangelio de este domingo relata la curación de un sordomudo por obra de Jesús: “Le presentan un sordo que, además hablaba con dificultad". Todos sabemos que un sordo no habla en absoluto. Un sordo puede emitir sonidos, pero los sonidos que emite no los oye ni él mismo; imposible que pueda articularlos en palabras, según las convenciones del lenguaje. ¿Por qué dice, entonces, el evangelista que este sordo “hablaba”, aunque sea con dificultad? El resultado del milagro responde a esa presentación: “Hablaba correctamente”. El término griego usado es el adjetivo “mogilálos”; el hombre es “sordo y mogilálos”. Este término es único en todo el Nuevo Testamento, a pesar de que en el Evangelio hay varios casos de sordos curados por Jesús. En la conclusión de este mismo episodio en relación a “sordo” se usa el término “mudo” (alálos): “Hace oír a los sordos y hablar a los mudos”. Si buscamos en la versión griega del Antiguo Testamento –la LXX-, encontramos el término “mogilálos” una sola vez. Se trata de Is 35,6 (LXX): “La lengua de los mudos (mogilálos) será nítida”. Esta versión griega traduce el hebreo, que dice literalmente: “La lengua del mudo (´ilem) dará gritos”. De este breve estudio deducimos dos cosas. En primer lugar, que tanto Marcos como los apóstoles en general, en su predicación griega, usaban la LXX; de aquí el término raro “mogilálos” y el concepto de “nitidez-corrección” en lugar del hebreo “dar gritos”. La segunda conclusión es más importante: el milagro obrado por Jesús está narrado de manera que evoque la profecía de Isaías 35,2-6. La leeremos según la LXX: “Mi pueblo verá la gloria del Señor y la majestad de Dios... Exhortad: ‘¡Pusilánimes, fortaleceos, no temáis, he aquí nuestro Dios... vendrá y nos salvará!’. Entonces se abrirán los ojos del ciego y los oídos del sordo oirán; entonces saltará como ciervo el cojo y será nítida la lengua de los mudos...”. El milagro del Evangelio quiere indicar que esa profecía tiene cumplimiento en Jesús. Los apóstoles, que fueron testigos oculares de estos hechos, dan testimonio: “Hemos visto su gloria” (Jn. 1,14). Están hablando de la Palabra encarnada de la cual afirman: “La Palabra era Dios” (Jn. 1,1). El hecho narrado quiere decir entonces que Jesús es ese Dios que “vendrá y nos salvará”. “Todo lo ha hecho bien”. Esta es la conclusión de los presentes. ¡Tienen razón! Pero esta afirmación, si lo consideramos bien, no puede decirse en sentido propio más que de Dios. Dios es el Bien absoluto. Lo que carece de bien, es decir, el mal, resulta de la exclusión de Dios. El bien mayor entre los hombres es el amor; donde hay amor allí está Dios, porque “Dios es amor” (1Jn. 4,8). El mayor mal es la falta de amor; esto es el pecado, causa de todos los males. El Concilio lo dice concisamente: “Sin el Creador, la creatura es insignificante... por el olvido de Dios la creatura misma se oscurece” (GS. 36). + Felipe Bacarreza Rodríguez Obispo de Santa María de Los Ángeles (Chile) http://feedproxy.google.com/~r/aciprensa-meditaciondominical/~3/xIrVin0hr1I/homilia.php#noredirect
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